viernes, 4 de octubre de 2013

...GRAU...

GRAU

 

Por: Fernando Bravo Prado

 

Algunos sienten orgullo por la culinaria peruana; y sienten pasión por el pollo a la brasa, al que prácticamente lo han envuelto en la bandera nacional; otros sienten delirio por la causa rellena, por el lomo saltado, por la papa a la huancaína, y en suma, muchos viven enamorados de la gastronomía, del rostro de Gastón y de todo aquel que ataviado con un mameluco blanco, se dedique a cocinar. Otros se enorgullecen por los atractivos turísticos del país y permanecen henchidos de vanidad cuando contemplan los nevados de Huaraz (¿hasta cuándo les durará la blancura?), los ríos cristalinos de la sierra, el imponente Misti, el complejo arquitectónico de Machu Picchu, el que permanece eternamente dibujado en polos, chullos, toallas, calzoncillos, y en todo trozo de tela donde la gran fortificación verde pueda caber. Otros, viven orgullosos por la música de los connacionales; cada ataque lírico de Juan Diego Flores, cada susurro de Gianmarco, cada “eso es” de Eva Ayllon, cada que sus oídos perciben los ya clásicos “y se llama Perú” y “contigo Perú” (verdaderos himnos nacionales para muchos) el pecho se les llena de peruanidad y sentimiento patriótico.  Todo eso lo respeto, lo escribo de corazón; respeto a la marca Perú y a los que alientan a la selección de fútbol creyendo que en las canchas verdaderamente juegan representantes del país; cada uno vive su patriotismo como puede…  yo siento orgullo por Grau. De eso trata esto.

Grau vivió en una época en el que el Perú era un verdadero desmadre. Era una nación incipiente que se manejaba con doctrinas personalistas, antojos y arrebatos revolucionarios. El Perú era un estado, más que adolescente, descarriado y a la deriva, y es una verdadera proeza que el Perú haya llegado al siglo XX sin quebrarse.
El Perú era gobernado, en esa época, por un burócrata cobarde que se fue y dejó a un don nadie, y cuando sobrevino el golpe de estado, en plena guerra, entró al poder un megalómano empírico y ególatra. La guerra estaba perdida desde antes de iniciarse; hubo pactos secretos y absurdos con Bolivia, una armada remendada e insignificante, un ejército abandonado a su suerte que no tuvo la oportunidad de servir con decencia, gente que priorizó sus apetitos personales a los intereses de la nación, cobardía a discreción, desbandadas en masa, en fin, un espectáculo de vergüenza mundial. El Perú era un festín del que sólo se sirvieron los aristócratas, los terratenientes, los políticos, y por supuesto, Chile. De nada sirvió tener hombres de acero como Grau, el mismo almirante sabía que la derrota era inminente, que no había forma de ganar, que estaba el Perú destinado al fracaso… pero cumplió su deber; lo cumplió quizás por terquedad, por amor, por odio, por cariño hacia sus hijos, por capricho personal (las aguas de Angamos saben la VERDAD).

Grau se entregó a la muerte y a la GLORIA para que al menos quedara un poco de honor en medio de tanto desastre, eso es lo que creo.
Grau fue un hombre como cualquier otro (a qué buscar “el héroe” en cada acto de su vida pública), Grau fue un militar que simplemente tenía vocación por su trabajo, que era profesional en una era de experimentales, y que cuando se enfrentó a la hora de la verdad (donde hasta las mentes más preparadas colapsan y huyen) aceptó su destino con valentía y dignidad. Ese fue su legado a las generaciones futuras, entregar su vida y la vida de sus hombres por una causa noble y justa, entregarse a la gloria para preservar la dignidad de ese Perú que hoy todos adoran, por proteger y defender al Perú de Gianmarco y de Gastón, al Perú del cebiche y el pollo a la brasa, al Perú del Misti y Machu Picchu (que dicho sea de paso en la época de Grau aún no se descubría). Qué lástima que pocos hayan sabido entender su mensaje de desprendimiento y amor, qué pena que en el Perú sólo hayan quedado de él un par de avenidas con su nombre, tres o cuatro monumentos, un buque descontinuado, un feriado en el calendario, una espada en un museo, el fragmento de su uniforme hecho jirones en una vidriera. 

La gente de este país, el 8 de octubre, en vez de hacer del día de Grau un día de juerga, y de fiesta, y de celebración descontrolada; deberían reparar un poco en el verdadero significado de este día, en el que francamente se inauguró la dignidad de un pueblo. El 8 de octubre es el verdadero día de la independencia del Perú, y no ese día de 1821 en el que rodeado de españoles gritamos ¡libertad!; el 8 de octubre se demostró que a pesar de las carencias podíamos luchar o morir matando, o morir como Grau, para inspirar a su gente a seguir viviendo; deberían pensar un minuto, la gente de este país, en el sacrificio de almas valientes y nobles a las que hoy hemos olvidado con desprecio, deberían sentir un poco de respeto por el alto honor de un conciudadano como Grau, conocer su historia para poder contarla a los niños, aprender del honor para ser libres al menos en los recónditos pasajes de nuestro pensamiento.

Pero el honor ya pasó de moda y es para los idiotas, los héroes son ahora esos esperpentos que compiten en televisión; Grau, hoy en día, es como una especie de recuerdo escolar viejo que no le interesa a nadie. Su talento, su creatividad, su arrojo, su figura imperecedera, su profesionalismo, ya no entusiasma a los jóvenes.
Pienso que el mejor homenaje que le podemos hacer a Grau no es lanzar discursos y organizar desfiles, infaltables en el Callao en la fecha; lo mejor que podemos hacer por él es recordarlo, cada día de nuestras vidas, recordarlo cada que disfrutes de un fragmento del mar, de un trozo de pescado, de un día de libertad, porque sin él, como decía Gonzáles Prada : “No tendríamos derecho a llamarnos país”. 

Quizá no lo merecemos, y por eso inconscientemente ignoramos su recuerdo. 

Por eso estas líneas, por eso estas palabras de reivindicación y cariño, por eso mi perorata de lealtad al insigne maestro de la DIGNIDAD  y el HONOR, al héroe legendario del VALOR, al que extraño desde el imposible amor del que nació en otro tiempo.

Deberíamos llamarnos GRAU y no Perú, pero sólo en el fondo de nuestra alma, porque ya el Perú está muy viejo para cambiar de nombre.

Fernando Bravo Prado.

Enrique Bravo Castrillón
Promotor Cultural
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