...Fernando Bravo Prado, el autor de la nota..... |
…¿ Carnavales ?...
Por: Fernando Bravo Prado
De todas las abundantes costumbres limeñas, de esas que cada año se repiten una y otra vez como un sagrado ritual, de esas que constituyen parte inseparable de las tradiciones y las manifestaciones culturales de este pueblo, existe una que resalta en especial por su actitud abusiva, intransigente, maniática e ilógica.
Me estoy refiriendo a los carnavales del mes de febrero.
En febrero a los limeños nos toca vivir el éxtasis del calor del verano, el ataque de los rayos solares (acrecentado por el calentamiento global) parece que intentara carbonizar nuestra piel y cocinarnos vivos. Es por ello que muchos limeños, en pro de salvaguardar sus cuerpos del ataque ultravioleta, toman sus medidas de contingencia y le sacan partido y provecho al calorazo, lo cual es válido y comprensible. Y hasta divertido.
Algunos optan por la incursión a los balnearios; la arena, el agua salada, los bikinis, los helados D’onofrio, los sanguchones de pollo, las gaseosas, las cervezas heladas, entre otras cosas; ayudan a mitigar el ataque implacable del astro rey. Eso está muy bueno, lo comparto y nos vemos en Cerro Azul en febrero.
Otros, los menos pudientes quizás, se refugian en sus techos, se despojan de sus vestiduras y se echan en petates, toallas, sillones, colchones, o cualquier cosa que pueda albergar sus cuerpos y disfrutar así de un día de playa, sin playa. Acompañados, quizás, de cervecitas, choritos a la chalaca, jarras de chicha y limonadas frías. Me parece perfecto y pienso que ahorran dinero y tiempo ignorando a la playa y trayéndola a sus propios hogares.
Otros, quizás los más desesperados, se meten a la ducha cada dos horas; algunos, quizás los más resistentes, ignoran todo tipo de medida especial y soportan con estoicismo espartano el calor, y a lo más, se colocan en el torso algún polo manga cero y un shortcito de colores en el trasero.
Sin embargo hay otros, y me refiero a la gran masa limeña, a la mayoría, a millones de personas; juegan carnavales.
Esta actividad, que ya es bastante audaz calificarla como “juego”, consiste en atacar a todo aquel que se cruce por nuestro camino con globos de colores y baldes repletos de agua sucia. Ni qué decir de los elementos anexos que completan el ajuar del carnavalero, allí podemos ubicar al betún, a las medias rellenadas con talco (matacholas), a las témperas, el lodo y a la inmundicia.
Si eres carnavalero deja de leer esto porque voy a expresar mi opinión libre respecto a este estúpido juego. Si te gusta mojar a la gente todos los domingos de febrero, cierra esta nota y disponte a leer otra cosa porque voy a despotricar contra el “juego” más vulgar y más cojudo que se haya podido inventar en la historia de este país.
Me parece que sólo a una persona que divaga entre la imbecilidad y la cultura chicha se le puedo ocurrir que es gracioso, y hasta válido, atacar a la gente con agua. Porque no sólo estamos hablando de que el inocente “jueguito” se practique entre tus conocidos y familiares. No, qué va a ser así. Primero son los familiares las víctimas de los ataques, pero después que están mojados ya no da risa mojarlos otra vez y el ataque se direcciona hacia la gente extraña.
La consigna del carnavalero modelo es descargar su furia veraniega contra los transeúntes incautos, las mujeres indefensas, la gente que languidece en el interior de las combis, y en suma, mojar con todo ese líquido asqueroso a cuanta persona se cruce por su camino, sin respetar edades, credo, color o sexo.
Señores: Nadie les ha pedido que nos hagan el favor de quitarnos el calor con agua a los que no queremos participar de esta actividad de mierda.
Recuerdo un espectáculo patético de mi niñez. Era un domingo de febrero, y un señor pasaba por mi barrio con una mujercita que me imagino vendría a ser su hija; el caballero vestía impecablemente un terno azul y una corbata roja, la chica, a penas si podía caminar con unos taquitos blancos y se desplazaba con su vestidito de tul muy pausadamente por la acera, pienso que se dirigían a un matrimonio o algún evento similar.
El caso es que de pronto, la pareja fue cercada por mis amigos del barrio; la presa, el objetivo, era la indefensa damita; la horda veraniega rodeo a ambos, el padre alcanzó a proferir una lisura y después: el ataque.
El terno del señor quedó como para echarlo a la basura, fue tan cruel el ensañamiento, que la chica parecía que acababa de caerse de un barranco. Sentí vergüenza ajena por el hecho. Me pareció injusto, y hasta sádico, malograrles el día a estas personas sólo porque era domingo y se tenía que jugar esta porquería de juego. Miré mis manos cuando acabó la escena, nunca utilicé mis globos que parecían dos peras huachafas. No volví a mojar a nadie nunca más, tenía doce años en esa época.
Díganme lo que quieran; anticuado, renegón, exagerado, sin sentido del humor, infeliz; pero la verdad que hay que ser bastante idiota para creer que jugar carnavales es un pasatiempo feliz y hermoso. Las personas que viajan en las combis (que ya tienen bastante con soportar los apretujos, la poca cordialidad del cobrador y el salvajismo de chofer) ¿Por qué diablos tienen que estar con los sentidos bien alertas aguardando el ingreso por las ventanas de algún maldito globo? ¿Por qué los ciudadanos que no comulgan con estas costumbres primitivas tienes que abstenerse de sus paseos dominicales por el simple hecho de que una sarta de estúpidos se ha propuesto mojar Lima? ¿Quién le ha dicho a esta gente que hacer eso es normal y legal? ¿Por qué tanta ignorancia? ¿Por qué no se hace algo por erradicar esta malsana costumbre? ¿Por qué esta actividad les da risa? ¿Por qué si tienen ganas de mojar a alguien no mojan a sus respectivas madres y después las secan y las vuelven a mojar? ¿Por qué tanta mente cojuda rondando por las calles de la capital? ¿Dónde quedó el buen gusto, la cordialidad, la paz, el respeto?
Y eso que no quiero hablar del tema ecológico. No se necesita ser un científico para saber que dentro de cincuenta años el agua va a escasear. Allí quiero ver los rostros de los carnavaleros muriéndose de sed. Todos ancianos, maltrechos y más idiotas que cuando eran jóvenes
La verdad es que parece que no hubiese remedio, la maldita tradición de mojarse los unos a los otros ha calado hondo en el alma popular y pasa, indefectiblemente, de generación en generación. Pero qué se puede hacer, no creo que haya escapatoria para un pueblo que aclamó la vulgaridad de Laura Bozzo, el cinismo de Magaly Medina y la voz deplorable de Tongo.
Tampoco necesito que llegue febrero para hablar de esto, de la misma manera como no necesito que llegue octubre para creer en el Señor de los Milagros. Las comisarías, esos lugares que aparecen como la representación máxima de la inacción, albergan cada domingo de febrero a innumerables mozos que dentro de sus celdas transitorias continúan jugando a esta sonsera sin sentido, huachafa, tonta y estúpida, y que después, horas más tarde, son liberados y cuentan la vivencia como una hazaña imborrable y un hito en la historia de sus vidas.
Me da lástima esta juventud, y la anterior, y la que viene. No podrán salvarse de su triste destino, no podrán salvarse de ser parte de esta masa amorfa y chicha llamada Lima, hasta que no haya una revolución cultural verdadera. Una revolución cultural que pueda romper la cadena de la ignorancia y los conduzca por el camino del respeto, el buen gusto y la lectura.
Una vez escuché por ahí: “Si quieres a algo, critícalo” ese es el verdadero fin de esta nota y no arrancarte una sonrisa o una mueca de fastidio.
Nada más, no tengo por qué abandonar Lima por el hecho de que no me gusten sus costumbres; Por el momento: me quedo; pero quiero dejar en claro que hasta la tolerancia, esa cualidad ingrata que se desprende de la razón, se me trastoca cuando veo a un chiquillo que no sabe ni siquiera la tabla del ocho, empuñando enormes globos en la búsqueda implacable de víctimas en sus dominguitos febreriles.
Por eso, si me conoces y una tarde de febrero al verme pasar te dejas arrastrar por un arranque de amistad y camaradería, y se te ocurre atacarme con un balde con agua; piénsalo dos veces, no vaya a ser que te ganes mi enemistad y destruyas mi domingo.
(*) Esta nota de mi hijo Fernando, se la dedica a su amigo del alma, el periodista Eduardo, el Guerrero Fonseca de “El Popular”.
Enrique Bravo Castrillón
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