….El día que mataron a John Lennon….
Por: Fernando Bravo Prado
El día que mataron a John Lennon yo era un niño de apenas seis años y no tenía la más mínima idea de lo que significaba la palabra rock.
John Lennon fue un músico que después de una carrera brillante, después de haber tocado en el grupo de rock más importante de todos los tiempos, después de haber compuesto (con Paul o en solitario) las melodías más hermosas del siglo XX, después de haber llenado estadios, después de haber generado decenas de polémicas con sus declaraciones, después de haber causado la ira, el amor, el aplauso, la admiración, la locura, la histeria; después de haber recibido la medalla de Sir del Reino Unido, después de haber devuelto esa medalla, después de haberse calateado en una cama por el puro placer de joder, después de haber escrito preciosas letras, después de haber tocado la guitarra con maestría, después de haber arrancado hermosos sonidos a un piano, después de haber fumado hierba muchas veces, después de haber sido el hombre que le dio la gana de ser; murió baleado por un miserable agente encubierto de la CIA (Mark Chapman, según ellos) en unas escalinatas del edificio Dakota, en la ciudad de New york.
Así mueren a veces los hombres que rompen los esquemas, ese es el final que las mafias les asignan en muchas ocasiones, a los que no se alinean y no permiten una sola tarde de mordaza. A John Lennon no le perdonaron que no solamente fuero músico, sino también un personaje combativo. Un activista con guitarra eléctrica.
John lennon fue odiado y querido, aplaudido y abucheado; su imagen discurrió (como arrastrada por una catarata tempestuosa) por el aprecio entrañable y el odio furibundo. Nunca se calló nada, siempre dijo lo que sentía y nunca entendió que ese era un lujo que no podía darse un músico de su talla.
La maldita política, los infelices empresarios de la guerra, no le perdonaron la afrenta; que les “quemen” el negocio de las armas; para ellos Lennon era un extranjero indeseable que tenía que callarse o morirse para que su fructífero negocio siga floreciendo.
A mí no me engañan con la patraña de que Mark Chapman era un fanático loco que mató a su ídolo tan sólo porque se creía un beatle. Tampoco me engañan con la idea de que hay un tal Mark Chapman preso en una cárcel de neoyorkina. No me estafan con eso de que el Sr. Chapman leyó “El guardián en el centeno” y recibió un mensaje subliminal del mismísimo infierno; ese tipo para mí no existe ni existió jamás.
Pero si de algo pueden estar seguros sus enemigos ancianos y decrépitos del pentágono es que jamás será olvidado. Ese será su tormento, Lennon sigue vivo, y ellos, los antiguos dueños del mundo, son estatuas de piedra que languidecen en un parque desierto y putrefacto.
El antiguo reino poderoso se les cae a pedazos frente a sus narices por obra y gracia de cientos de malos manejos y decenas de desfalcos descarados.
Lennon sigue encarnando la hermosura del rock hasta estos días, basta tener un par de oídos para sentir la emoción de sus notas, una pizca de buen gusto para rendirse ante su portentoso talento. No me asombro en lo absoluto cuando veo a un chiquillo de doce años cantar “Nobody told me”, “She’s so heavy”, “in my life”; no me extraña que su larga cabellera, sus anteojos redondos, su mundo de música y gritos en favor de la paz, sigan tan vigentes como la tarde desgraciada en que decidieron asesinarlo.
John Lennon es una prueba palpable de que una hermosa canción, una breve melodía, el suave resonar de una guitarra, pueden cambiar este mundo; este planeta de abusos, torturas, guerras estúpidas y de miserables quebrantos.
Yo era un niño cuando murió Lennon, tenía seis años, no recuerdo nada del hecho.
Escribo esto mientras escucho en mi MP3 “happiness is a warm gun”, escribo esto mientras lucho por contener una lágrima de nostalgia, mientras me gana la congoja, mientras me vence la pena por la desaparición del músico más grande de todos los tiempos.
Fernando Bravo Prado.
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