martes, 28 de diciembre de 2010

...de mis desencuentros con las matemàticas....por mi hijo Fernando...

..mi esposa Martha, con sus angelitos César y Fernando....
...profesor de matemáticas desesperàndose  por las huevas.......
...el "bruto" Pitágoras....

…de mis desencuentros con las matemáticas…

 

Por: Fernando Bravo Prado

 

Una vez escuché de boca de uno de mis profesores de secundaria: “La matemática es como una escalera en la cual si pierdes uno de los escalones ya no puedes seguir ascendiendo”, y era cierto. Recuerdo que le perdí el paso a esta ciencia una tarde en la que por conversar cualquier tontería con uno de mis compañeros de carpeta, dejé de entender la multiplicación de polinomios y todo se fue al diablo para siempre.
Yo creo que la matemática no fue hecha para mí; o lo mismo pero al revés (da igual). Hasta ahora tengo el vívido recuerdo de una mañana en la que en pleno examen de álgebra, palidecí al contemplar desilusionado cómo mi incondicional compañero “chancón” era removido de su lugar habitual (al costado mío) y fue reubicado al fondo, en una carpeta rodeada de nerds que no necesitaban la ayuda indulgente y el auxilio sobrehumano de un artista de los números.
Ese profesor sabía perfectamente que esos “dieciochos” y “quinces” que me antecedían no eran míos y no podían ser míos de ninguna manera; él sabía que esas notas en azul eran producto del vil plagio y de una patraña bien montada, sistemática y cínica. Mi profesor de matemáticas: gordo, inteligente, guitarrista empedernido y calculador; exclamó en voz alta: “Yábar, pásate al fondo, al lado de Jo” y en ese momento sentí que el mundo se me venía encima, que mi sistema nervioso colapsaba, y que toda mi estrategia planeada al milímetro quedó por los suelos al chasquido de esos dedos gordos. El matemático obeso, segundos después, me lanzó una miradita que bien hubiese podido tener la siguiente lectura: “te cagaste enano de mierda…¿pendejo eres no huevòn?”
...el clàsico avioncito..........¿ se acuerdàn mis pendejos lectores?....
El pacto secreto de mi escolaridad se basaba en esta premisa: “Si me ayudas en lo que no sé, yo te ayudo en lo que sí domino”; era una suerte de trueque amoral y sin escrúpulos que buscaba la impunidad y que todos pasáramos de año a pesar de nuestras deficiencias y taras. Por esa época, para ser sincero, la matemática era mi enemiga acérrima; mi existencia sólo servía para los cursos de letras, para hacerme el chistosito y para hacer gala de una virtud en el campo de las “bronquitas” que nadie me había enseñado y en la que llegué a destacar a pesar de mi baja estatura y mi aspecto enclenque.  
¿Por qué carajos tengo  que hallar   el área sombreada?, ¿Para qué mierda tengo que multiplicar la letra “Y” al cubo por el valor de “X”?, esos eran mis dilemas juveniles, ese tipo de ideas inundaban mi mente cuando se aproximaba la fecha de un examen. Física y química: la misma historia; el don del dominio de los números me había sido negado de manera congénita y sólo mis amigos podían salvarme de la catástrofe de repetir de año, o de llevar para el mes de marzo a aquellos benditos números y a todas sus absurdas complicaciones.
Si un compañero de clase te profesaba estima, sabía de números y estabas entre sus correligionarios, debía hacerte el siguiente favor durante un examen de matemáticas: Tenía que desarrollar el ejercicio, el mismo que debía ser transcrito en un diminuto papel para luego ser arrojado, ejecutando un vuelo irreal, hasta caer en tu lugar sin que el profesor se diera cuenta. Esta técnica dio excelentes resultados por largas temporadas y llegamos a perfeccionar este sistema hasta alcanzar niveles insospechados; recuerdo que en una ocasión logré alcanzar tan buena nota que el profesor no aguantó más y me obligó a pararme frente a la pizarra, delante de todos, a resolver uno de los ejercicios del examen. Él no contaba con que el cinismo de la maldad había conjurado un plan siniestro e infalible. Mi mente, acostumbrada a memorizar los poemas de Neruda y los kilométricos versos de Chocano no había tenido ninguna dificultad para abstraer frente al pizarrón la seguidilla corta de símbolos numéricos y de hacer gala de un estilo maniático para dar la sensación de que estaba resolviendo una racionalización matemática, cuando en realidad, no tenía la más puta idea de qué significaba ese armatoste alfanumérico al que en el colmo de la desfachatez, tuve el desparpajo de jalarle dos palitos de tiza en la repuesta final.
Recuerdo que mi profesor, dibujando una sonrisita cachacienta, sin mostrar el más mínimo asombro y conteniendo la carcajada, caminó hasta acercarse a mí y usando una voz muy bajita para que sólo yo pudiera oírlo me dijo: “Bravo, eres un hijo de puta; eres un estafador de mierda y no vas a aprobar este curso mientras yo esté vivo”. Le devolví la sonrisa, fue una escena muy graciosa y ya en mi asiento, mientras me acomodaba la insignia en mi camisa percudida, pensé en que todo se había echado a perder por culpa de este gordo al que era imposible seguir engañando y que había jurado destruir mi vida en nombre de la ciencia y de la justicia.
Por supuesto que ya no odio la matemática hoy en día; y puedo declarar mi admiración por todos aquellos que destacan en esta materia; sin ella y sin todos los hombres que la usan y la usaron al servicio de la ciencia, no podríamos disfrutar de los adelantos tecnológicos, los avances de la ciencia y las aplicaciones diversas en el campo de la cibernética, astronomía e innovaciones de cara hacia el futuro. Un mundo sin Newton y sin Einstein, hubiese sido tan estéril como un planeta sin Borges y sin Kafka.
En mi etapa escolar odié con toda mi alma las publicaciones del señor Goñi y los gruesos textos del doctor Aurelio Baldor; pero por otra parte siempre comprendí que sin esas páginas esenciales, la vida práctica de las cosas hubiese resultado imposible; hasta la simple rueda trasera de una moto que es arrastrada por una cadena de metal necesita de la intrusión de los números para que el motorizado no se caiga de cara, en medio de la pista.
Creo que el cerebro tiene campos en los cuales la evolución nos concede a veces cierto dominio y otras veces, la nulidad total. La dicha de tener la facilidad de ser afín a todos los campos del conocimiento es un manjar del que han de beber solamente unos pocos. Recuerdo que mi profesor de literatura del Medioevo en la Universidad “La cantuta” me dijo alguna vez: “No te preocupes Fernando, yo fui una bestia en matemáticas y aquí me tienes, dictando cátedra en tres facultades y he leído libros que mis profesores de números ni siquiera imaginaron que podían existir”.
Termino la historia. Debo anotar que mi profesor no cumplió su promesa; Aprobé matemáticas con su debida complicidad tácita, me gradué con la libreta de notas azulada y recuerdo que en el baile de promoción se destornillaba de risa al verme bailar una salsa con una adolescente más alta que yo. No digo el nombre del maestro por temor a perjudicar su imagen y que se le acusé algún día de pasar “Por agua caliente” a algunos jovencitos. Me gusta pensar que me aprobó por puro capricho, porque pensó que un muchacho que tocaba el tema “yesterday” con todos sus acordes disonantes mejor que él, tenía el derecho a gozar de una segunda oportunidad sobre la tierra. (Cualquier parecido con el final de “Cien años de soledad” es francamente adrede)

Fernando Bravo Prado.   

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